lunes, 1 de noviembre de 2010

HIERBAS LOCALES

Por Juan Sebastián Fernández Gärtner

Ella sabía su cómo. ¿Para qué pedirle a otro que lo adivinara? Aún en el protagónico de difunta, era notoria su felicidad. Todas las tardes encontraba en su imaginación la gentil manera para vibrar: hermosas respuestas para preguntas llenas de angustia.

Antes no se sentía bien. No le interesaba entender su desespero, sino hacer algo porque simplemente no-se-sentía-bien. Adelgazó bastante cuando logró arrumar frente al inodoro la suficiente cantidad de toallas, para arrodillarse frente a él y llenar su estómago de vacío. Con el tiempo resultó ser una versión ósea de la belleza femenina; pero era hermosa. No se le volvió a ver durante mucho tiempo. Según ella me contó, no quería salir porque le disgustaban las miradas compasivas y furiosas que cuestionaban sus intereses. ¿Cómo la pretendían salvar de la superficialidad, siendo aún más superficiales?

Algunas noches no podía dormir; cuando las rodillas se rozaban, electrocutaban la calma de la madrugada era un profundo dolor azul que por simpatía afectaba la cadera. Con el tiempo, un hambre voraz la alejó del placer de ver sus costillas en el mágico reflejo de un espejo alcahueta.

Luego del digno y vanidoso ayuno, redescubrió el sabor de la carne, las verduras y las hierbas locales. No engordó para morir, pero almidonó su consciencia abrazando los buenos hábitos. Se distraía durante las clases; carne con verduras, arroz y sopa de espinaca, incluso a veces dibujaba el almuerzo en sus cuadernos. Casi siempre la sobremesa era la infusión de hierbas locales. Saboreaba su tibio paso en la garganta y era consciente que todo aquello que dibujaba y que todos los minutos frente al manjar, eran sólo caricias que la preparaban para la bebida.

Las vacaciones, su soledad, su compulsión: los tres clavos con los que se crucificó. Empezó a comer menos y a tomar más quería más hierbas locales. Volvieron la delgadez, los malos hábitos, el ayuno. El reflejo de un espejo roto flotaba en el vaso vacío, en la espera a ver burbujas furiosas que indicarían el momento de verterse en su relajación.
Era el placer, su eficaz extinción. Lo tomaba desnuda, la oscuridad era el único adorno que necesitaba provocativa era su libación.

Diez días después, la encontré muerta.

Poco antes resucitó pero sucumbió una vez más al placer de las hierbas locales, según la leyenda.

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